Algunos dicen que la historia nunca se repite. Otros, al contrario, sostienen que, con cambios mínimos, la historia siempre acaba repitiéndose, porque solo el hombre tropieza dos veces con la misma piedra. ¿Quién tiene razón?
A principios de 1848, cuando California estaba a punto de dejar de pertenecer a México para incorporarse a Estados Unidos —y cuando esas tierras aún eran una zona prácticamente sin ley, conocidas como el «Salvaje Oeste»—, se produjo un importante acontecimiento: un carpintero llamado James W. Marshall descubrió oro en los ríos que rodeaban la aldea de Coloma, cerca de la actual Sacramento. Aunque al principio se intentó encubrir la noticia, muy pronto empezaron a circular rumores que se extendieron hasta la costa Este y antes de final de año, en diciembre de 1848, el mismo presidente de Estados Unidos, James Knox Polk, acabó confirmando el descubrimiento. Fue el inicio de la llamada «fiebre del oro», que produjo un éxodo de miles de personas desde otros lugares del país (e incluso de otras partes del mundo) hasta Sacramento, San Francisco y a toda la costa Oeste.
A los que fueron llegando a partir de 1849 se les llamó los «forty-niners». Tal fue el impacto de este fenómeno migratorio que San Francisco, hasta entonces una aldea no muy grande, vio como se construían escuelas, caminos e iglesias, creciendo hasta convertirse en toda una ciudad. Mientras, Sacramento pasó a ser la capital de California, que a partir de 1850 se constituyó oficialmente como un estado más de la Unión y que empezó a ser conocido como el «Golden State» (estado dorado).