Muchos habitantes de las grandes ciudades se pasan el año esperando. Cuentan los días que les faltan para huir del estrés cotidiano e irse a pasar una temporada al pueblo. A disfrutar de ese tiempo que allí parece transcurrir más despacio, de la calma, del aire libre, del ocio y de sus raíces. ¿Qué pasaría si, un día, se encontraran con que no hay un pueblo al que volver?
Esta es una realidad que no está tan lejos como parece. La despoblación rural es un hecho en España. Los habitantes de los pueblos se marchan a las ciudades más grandes en un goteo constante. Así lo muestran las estadísticas: en las últimas dos décadas, la población de los municipios de mil habitantes o menos ha perdido 142.000 habitantes. Es el equivalente a más de 140 pueblos que se han quedado desiertos. Este tipo de localidades ha pasado de concentrar el 4% de la población en el año 2000 al 3,1% en 2018. Mientras, la población de ciudades como Madrid o Barcelona ha crecido vertiginosamente al incorporar inmigrantes de zonas rurales de España.
Lo que ocurre es que no solo son los pueblos más pequeños los que han perdido habitantes. En realidad, todo esto supone un efecto dominó también para las ciudades medianas y pequeñas que hacen las veces de cabeceras de comarca. Sin habitantes en los pueblos vecinos, su oferta de servicios de comercio, ocio o sanidad pierde sentido y, con ello, los empleos se esfuman. Por tanto, también sus habitantes buscan refugio en las grandes ciudades.
Este es un círculo vicioso que tiene consecuencias para todos. Para los habitantes que quedan en los pueblos, para los de las ciudades intermedias, pero también para los de las grandes urbes. Los efectos de la despoblación rural van mucho más allá de un pueblo sin niños para llenar su escuela o una provincia interior con una densidad de población similar a la de Laponia. Son tan intensos, que revertir esta tendencia puede ser clave incluso en la lucha contra el cambio climático.