Si hubiera un ranking de impuestos más conocidos por todos los españoles, sin duda el IRPF o impuesto sobre la renta de las personas físicas estaría en el podio, tal vez junto al IBI o el impuesto de circulación. No es de extrañar: se presentan más de 20 millones de declaraciones de este impuesto cada campaña en España.
La que tal vez no sea tan conocida es la historia del IRPF, que hunde sus raíces en el siglo XIX. No le falta detalle: varios intentos fallidos, declaraciones épicas, folclóricas desoladas y campañas de concienciación han ido dando forma a un tributo que es cualquier cosa menos aburrido.
Antes de hablar de un impuesto sobre la renta propiamente dicho, debemos trasladarnos al siglo XIX, el de la industrialización, la pérdida de las colonias, las revoluciones burguesas y los rudimentos del sufragio universal.
Un siglo bullicioso, con grandes transformaciones sociales y económicas, en el que algunos políticos ya empezaban a plantearse cómo unificar los tributos del país después del Antiguo Régimen. Tocaba modernizarse y los impuestos no escapaban a esa dinámica.
Fue en 1845 cuando surgió el primer antepasado de la historia del IRPF. El primer sistema tributario general nació de una reforma fiscal impulsada por Alejandro Mon y Ramón de Santillán. Simplificaba el abanico de impuestos que existían una vez finalizado el Antiguo Régimen y los extendía a toda la población.
Algunos de los tributos que pasaron a mejor vida en esa época nos suenan hoy más a medievo que a romanticismo, como los diezmos o las alcabalas. Eso sí, les sobrevivieron todavía otros tan pintorescos como el impuesto sobre la sal, la contribución de minas o el de grandezas y títulos.
Una vez ordenados los tributos, llegaron más intentos de extender los impuestos a toda la población —e incluso una posible contrarreforma—, para cumplir con el ideal liberal de igualdad ante la ley. Aunque tal vez, en el primero de ellos, el celo por involucrar a toda la población fue un tanto excesivo: el impuesto de cédulas personales (1870) afectaba a las personas mayores de catorce años. Cuesta imaginarse a nuestros adolescentes declarando las pagas semanales para ir al cine o a comer una pizza.
Lo siguió el repartimiento municipal (1877), un reparto entre vecinos y hacendados para hacer frente a los gastos municipales según su capacidad económica. Y, ya en el siglo XX, llegaba la Ley de Reforma Tributaria, que expresaba el deseo de implantar una contribución general sobre la renta en España.
En 1926, Calvo Sotelo preparó un proyecto con una redacción épica, tan capaz de convencer al declarante más remolón como cualquier campaña televisiva contra el fraude: “(…) y al aplicar a dicha renta global una escala progresiva, convertirá en realidad palpitante un ideal tras el que caminan todos los países: la igualdad en el sacrificio”.
Tras varios intentos fallidos, hubo que esperar hasta la II República para que el primer impuesto sobre la renta viera la luz. Fue el ministro de Hacienda Jaume Carner quien lo sacó adelante. La Ley Carner, conocida como “contribución general de la renta”, entró en vigor a primeros de 1933.
Este impuesto contemplaba un mínimo exento anual de 100.000 pesetas, que era bastante dinero por aquel entonces. Tal vez por eso solo tenían que presentarlo unas 5.000 personas. Y, aun así, solo lo hicieron 3.000. Tampoco es que durara mucho: tras la Guerra Civil, este tributo se diluyó. Eso sí, marcó un precedente para lo que vendría décadas más tarde.
Fue en 1977 cuando se firmaron los Pactos de la Moncloa, que sentarían las bases del sistema tributario moderno. Francisco Fernández Ordóñez, ministro de Hacienda con Adolfo Suárez, no estaba muy contento con el impuesto general sobre las personas físicas que existía entonces. Concretamente, decía que no era un impuesto, ni era general, ni era sobre la renta. Así que se puso manos a la obra y alumbró en 1978 la historia del IRPF moderno con un amplio consenso político.
El primer IRPF de España contaba con 28 tramos —hoy son seis— y tipos impositivos que llegaban hasta el 65,5 %. Era un impuesto que afectaba a todas las personas con ingresos superiores a las 300.000 pesetas, así que era necesario crear una cultura de contribución a la Hacienda Pública.
De esa manera nació el eslogan “Hacienda somos todos”, ampliamente difundido en campañas televisivas protagonizadas por personajes famosos. De Torrente Ballester a Bárbara Rey, todos trataban de convencer a los contribuyentes de que no rehuyeran sus obligaciones fiscales.
La transparencia, al principio, era total: en los primeros años se publicaban listas con los datos de todas las declaraciones que cualquiera podía consultar. El secuestro de un empresario, que aparecía como el contribuyente con más ingresos de España en esas listas, detuvo esta práctica.
También hubo casos famosos convertidos en leyenda y relacionados con el IRPF. El de Lola Flores, que no presentó la declaración entre 1982 y 1985, fue uno de los más mediáticos. “Si una peseta diera cada español…” decía la folclórica ante las cámaras, compungida por la deuda acumulada.
Hoy, el IRPF sigue su curso y ha ido incorporando múltiples novedades fiscales. Por ejemplo, la cesión del 50 % del impuesto a las comunidades autónomas o la distinta estructura de este impuesto en función del territorio.
Por supuesto, la posibilidad de presentar el IRPF a través de Internet ha aligerado considerablemente un trámite que, al principio, requería ir al estanco a por un impreso y, si se agotaban, guardar colas interminables ante la delegación de Hacienda. De todas formas, hoy sigue siendo posible acudir físicamente a Hacienda para hacer la declaración.
Por el medio, aparecieron el programa PADRE de ayuda a la declaración, que los contribuyentes podían recoger en Hacienda en un disquete o CD, y el borrador que Hacienda enviaba a casa. También desapareció el bolígrafo en 2014: ya solo se podía entregar la declaración por Internet o imprimirla con los datos incluidos. Es la historia viva de un impuesto con vocación universal.