La llegada de Cristóbal Colón a América en 1492 supuso un punto de inflexión en la historia de Occidente y un cambio en la distribución de poder entre las naciones del viejo continente (con el que España salió beneficiada, por cierto). Además de descubrir un nuevo continente y todas sus maravillas, hallaron una fuente de riqueza que parecía inagotable.
En este mar de abundancia (que más tarde resultó ser solo una oleada), se empezó a gestar la leyenda de una ciudad hecha completamente de oro y el relato corrió como la pólvora, lo que hizo que muchos aventureros se lanzaran en su busca.
Por entonces, los españoles ya habían encontrado grandes cantidades de oro en los ríos de La Española, México y Perú, de manera que El Dorado no podía estar lejos.
No fueron pocas las expediciones que abordaron esta empresa, pero ni Francisco de Orellana, ni Jiménez de Quesada, ni Sebastián Benalcázar, ni Pedro de Ursúa consiguieron llevarla a buen puerto. Todos ellos serán recordados por la Historia, pero no por encontrar tan magnífica ciudad. Y es que todos partieron de una premisa falsa: El Dorado no era una ciudad.
Las leyendas suelen contener algo de verdad, pero la tradición oral las deforma y adorna de tal manera que descubrir en qué hechos se basan puede resultar complicado. Esto fue lo que ocurrió con El Dorado.
Una investigación del Instituto de Arqueología del University College de Londres ha encontrado hallazgos que esclarecen la base de esta leyenda y nos aclaran el uso que daban al oro los muisca, una sociedad prehispánica que habitaba Colombia desde el 800 d. C.
Como ocurría en Egipto, el oro tenía un valor sagrado para los muisca y estaba asociado a la divinidad. No era un símbolo de riqueza, sino de espiritualidad, por lo que se usaba fundamentalmente con fines votivos y no era exclusivo de las altas clases sociales.
El Dorado no era su ciudad, sino su líder que, al tomar posesión de su título, se desnudaba ante su pueblo y era ungido con aceites y polvo de oro antes de subirse a una barca y adentrarse hasta el centro de un lago.
Una vez allí, se deshacía del oro y arrojaba al agua ofrendas de oro y piedras preciosas. Cada nuevo líder repetía esta ceremonia y, llenando el fondo del lago con estos obsequios, imploraba a los dioses para tener equilibrio y prosperidad.
Tal y como derivó la leyenda más adelante, nos demuestra el choque cultural que se produjo entre los europeos y los nativos americanos. Los conquistadores nunca entendieron el valor espiritual que tenía el oro para ellos, al contrario. Ellos pensaban que la ciudad dorada de la historia era así porque los nativos le tenían tan poco aprecio a este metal que no les importaba desaprovecharlo asfaltando con él el pavimento. Nada más lejos de la realidad; tenía tanto poder que era la mejor ofrenda que se podía hacer para lograr el favor de los dioses.