Hay términos que siempre vuelven. Economía de guerra es uno de ellos. A grandes rasgos, lo solemos aplicar cuando atravesamos una situación económica delicada por la cual necesitamos reducir nuestros gastos al máximo y sacar el máximo partido a lo que compramos.
Se trata de una expresión muy polivalente, que utilizamos para explicarle a un amigo por qué no volveremos a tomarnos unas cañas con él al menos en los próximos seis meses o incluso para referirnos a un cambio de hábitos en la compra de productos de belleza.
Sin embargo, la expresión economía de guerra tiene un origen mucho más literal. Se refiere a las medidas y actuaciones que adoptan los países cuando atraviesan una situación crítica, como es el caso de un conflicto bélico o sus consecuencias posteriores. En concreto, Philippe Le Billon la define como el conjunto de actividades económicas que se organizan para financiar una guerra, que pasan por la producción, movilización y distribución de los recursos. Estas actuaciones influyen, por ejemplo, en los impuestos, el comercio o el racionamiento de bienes. El objetivo consiste en manejar la economía de tal manera que se termine por ganar la contienda sin descuidar a la población.
No existe una única forma de economía de guerra, sino que cada país desarrolla la suya propia cuando encara un conflicto de estas características. Tampoco el término es una exclusiva de los países, sino que se puede aplicar también a grupos armados locales que controlan un territorio determinado. Por eso las estrategias de economía de guerra que se desarrollan son muy variadas.
Sin embargo, existen algunos rasgos que se repiten a menudo en las situaciones de economía de guerra. Con muchos de ellos estamos familiarizados, porque los hemos visto en películas bélicas que recrean conflictos muy distintos, como Lo que el viento se llevó o Las bicicletas son para el verano.