25 Enero, 2019

3 formas en las que la educación ambiental está cambiando el mundo (para mejor)

Cada 26 de enero se celebra el Día Mundial de la Educación Ambiental, una fecha impulsada por las Naciones Unidas para concienciar a las futuras generaciones sobre la importancia de cuidar del planeta. La concienciación medioambiental que hoy impregna prácticamente cada parcela de nuestra vida ―desde cómo nos movemos por la ciudad hasta qué comemos o vestimos― es un movimiento relativamente nuevo. Fue en la década de los sesenta del pasado siglo cuando comenzaron a surgir algunas organizaciones que se preocupaban por la conservación de la naturaleza, como la conocida World Wildlife Fund (WWF). Sin embargo, uno de los hitos fundamentales lo encontramos en 1975, año en el que la Organización de las Naciones Unidas proclamó el 26 de enero como el Día Mundial de la Educación Ambiental. Y no solo como fecha simbólica. En la década de los 70 la conciencia medioambiental casi no existía; de hecho, conceptos como el cambio climático o el desarrollo sostenible apenas comenzaban a ver la luz en un momento en el que ya era evidente cómo la actividad humana repercutía de manera negativa en el medioambiente de todo el planeta. Es en ese contexto cuando surge el Día Mundial de la Educación Ambiental, cuyo objetivo último es crear una concienciación global, de sociedad y gobiernos, sobre los problemas ambientales que ponen en riesgo los ecosistemas del planeta y, en última instancia, la propia supervivencia de la humanidad. ¿Muy ambicioso, no? Aunque este tipo de declaraciones y «Días Mundiales» a veces están vacíos de contenidos, no es el caso que nos ocupa, ya que la educación ambiental de las últimas cuatro décadas está dando resultados de maneras muy concretas, de las que hoy nos vamos a quedar con cinco.El reciclaje de los desechos es uno de los ejemplos más evidentes de cómo la educación ambiental ha transformado tanto la forma en la que consumimos como la propia fisonomía de las ciudades. Contenedores naranjas, amarillos, azules e incluso rojos son ya habituales en la mayoría de barrios de España. De hecho, y según Ecoembes, alrededor del 99 % de los españoles tienen acceso a un contenedor de reciclaje cerca de su casa ―a unos 100 metros de media―. Esto era impensable hace apenas unos años. Campañas desde las administraciones públicas a todos los niveles, talleres especiales en el sistema educativo, e incluso series, cómics y videojuegos han logrado cambiar la percepción de la sociedad sobre los desechos que se generan y cómo evitar que terminen contaminando el medioambiente. Sin embargo, a este respecto España todavía tiene un largo camino que recorrer, ya que en total de desechos, el país solo recicla el 30 % del total, muy lejos de países como Alemania, que recicla el 65 % de toda su basura.La nueva estructura de la producción energética en España es otro de los ejemplos que muestran cómo la sociedad evoluciona en su concienciación sobre las fuentes de energía que se consumen. Según Red Eléctrica de España, las energías renovables generaron el 32,1 % de la energía consumida en España en 2017, menos que el 38,4 % del año anterior pero muy por encima del escaso 20 % de hace una década. Hay una responsabilidad estatal, espoleada sin duda por una preocupación cada vez mayor por el calentamiento global, pero también desde la sociedad civil se han venido desarrollando todo tipo de iniciativas para impulsar un sistema energético completamente renovable. Uno de los proyectos más interesantes tiene que ver con un mapa de participación ciudadana en energías renovables, una web que informa sobre los diferentes proyectos colectivos para acceder a energía renovable en el propio domicilio. Otra iniciativa especialmente relevante es la que llevan a cabo entidades bancarias como CaixaBank, que con sus «ecoPréstamos» y «ecoMicrocréditos» financian la compra de vehículos más respetuosos con el entorno y electrodomésticos de clase A+ o superior, por poner solo un ejemplo. Todo parece poco para alcanzar la denominada «transición energética», que debería llevar a España a que el 70 % de su consumo eléctrico provenga de energías renovables en 2030.Hasta ahora hemos hablado sobre el rol que tanto los Estados como las sociedades civiles están jugando en cuanto a sostenibilidad, pero el tercer gran actor no se queda atrás: la empresa privada. Existen numerosos informes y fuentes de información a los que se puede acudir para ver cómo la política medioambiental de las grandes empresas ha ido cambiando en el transcurso de los últimos años, pero posiblemente la inclusión de planes de Responsabilidad Social Corporativa sea una de las señas de que en el mundo empresarial también ha hecho mella la educación ambiental. La Responsabilidad Social Corporativa (RSC), que era una rareza hace unos años en España, es hoy una de las principales preocupaciones para las grandes empresas que operan en el país, pero también, y cada vez de manera más evidente, para las propias pymes. Políticas y medidas de conciliación familiar, ayudas en el transporte, cuidado de la salud… Todo ello se enmarca en la RSC, también el impacto de la actividad empresarial en el medioambiente. De hecho, que una empresa sea sostenible respecto al medioambiente ya no es siquiera una cuestión de buena o mala publicidad; más allá de las posibles sanciones que pueda recibir si no cumple con la legislación vigente, una empresa cuyo impacto ambiental en su entorno sea negativo tendrá mucho más complicado el acceso a fuentes de financiación externas. Por ejemplo, entidades como CaixaBank requieren, según los Principios de Ecuador, un análisis de los riesgos e impactos ambientales y sociales potenciales de los proyectos que financiarán, efectuado según los estándares establecidos por la Corporación Financiera Internacional. Sin lugar a dudas, en materia de sostenibilidad y medioambiente queda mucho por hacer, pero echando la vista atrás… ¿tendríamos todas estas medidas sin una concienciación y educación ambientales?

SOSTENIBILIDAD
15 Enero, 2019

De la fiebre del oro a la fiebre del bitcoin

Algunos dicen que la historia nunca se repite. Otros, al contrario, sostienen que, con cambios mínimos, la historia siempre acaba repitiéndose, porque solo el hombre tropieza dos veces con la misma piedra. ¿Quién tiene razón?   A principios de 1848, cuando California estaba a punto de dejar de pertenecer a México para incorporarse a Estados Unidos —y cuando esas tierras aún eran una zona prácticamente sin ley, conocidas como el «Salvaje Oeste»—, se produjo un importante acontecimiento: un carpintero llamado James W. Marshall descubrió oro en los ríos que rodeaban la aldea de Coloma, cerca de la actual Sacramento. Aunque al principio se intentó encubrir la noticia, muy pronto empezaron a circular rumores que se extendieron hasta la costa Este y antes de final de año, en diciembre de 1848, el mismo presidente de Estados Unidos, James Knox Polk, acabó confirmando el descubrimiento. Fue el inicio de la llamada «fiebre del oro», que produjo un éxodo de miles de personas desde otros lugares del país (e incluso de otras partes del mundo) hasta Sacramento, San Francisco y a toda la costa Oeste.   A los que fueron llegando a partir de 1849 se les llamó los «forty-niners». Tal fue el impacto de este fenómeno migratorio que San Francisco, hasta entonces una aldea no muy grande, vio como se construían escuelas, caminos e iglesias, creciendo hasta convertirse en toda una ciudad. Mientras, Sacramento pasó a ser la capital de California, que a partir de 1850 se constituyó oficialmente como un estado más de la Unión y que empezó a ser conocido como el «Golden State» (estado dorado).No obstante, no todo fueron buenas noticias, sino más bien todo lo contrario. En realidad, tan solo los primeros en llegar consiguieron encontrar oro. El resto de las aproximadamente 300.000 personas que se desplazaron hasta California tuvo que malvivir en una tierra que no era la suya, lo que acabó generando caos, desorden, muchas disputas e incluso alguna muerte. Unos pocos se enriquecieron, pero para la gran mayoría de los que no encontraron el preciado metal, la «fiebre del oro» fue, en realidad, una desgracia.Muchos años después, en un espacio como Internet —que al igual que el Salvaje Oeste también cuenta con poca regulación—, algunos creyeron encontrar oro cuando una identidad desconocida, que operaba bajo el pseudónimo de Satoshi Nakamoto, ideó en 2009 una moneda virtual llamada bitcoin.   Los bitcoins se caracterizan por ser un sistema descentralizado, de código abierto, y que no está respaldado por ningún gobierno ni banco central; al contrario, la gestión de las transacciones y la emisión de bitcoins se lleva a cabo de forma colectiva por la red. «Su diseño es público, nadie es dueño ni controla Bitcoin, y todo el mundo puede participar», aseguran desde la página web oficial de la criptomoneda. En efecto, cualquiera puede comprar bitcoins para pagar con ellos por Internet, pero también para conservarlos y especular con su precio.   Pues bien, en su corta historia, esta moneda virtual ya ha vivido todo tipo de vicisitudes: desde valer unos céntimos en 2010 hasta una auténtica «fiebre del bitcoin» en 2017, cuando su precio se disparó hasta rondar los 17.000 dólares. El año pasado no se hablaba de otra cosa y algunos consiguieron ganar mucho dinero. No obstante, a lo largo de 2018, el bitcoin ha caído hasta perder el 75% de su valor. A día de hoy, se puede comprar un bitcoin por menos de 4.000 euros y algunos analistas ya comparan su evolución con la «fiebre del oro» de California o con la crisis de los tulipanes en Holanda.   ¿El precio del bitcoin seguirá bajando o bien retomará el vuelo y regresará a los valores que alcanzó el año pasado? ¿Se consolidará como moneda virtual o acabará por desaparecer? Hoy día, el futuro del bitcoin es totalmente imprevisible y tan incierto como el de los buscadores de oro que llegaron a California a mediados del siglo XIX.

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