En economía, como en literatura, también hay tragedias. Esta es una lección dolorosa que se suele extraer de situaciones como las recesiones provocadas por burbujas que estallan de manera súbita. Parecen fruto de una fatalidad inevitable, de una regla del destino que nos condena a sufrir las consecuencias de la escasez de manera cíclica porque no somos capaces de administrarnos bien. Parece que somos como termitas que devoran los recursos comunes sin pensar en el futuro. Como consecuencia, la propiedad común necesita ser regulada por la Administración o privatizada para evitar que esto ocurra.
¿Y si no fuera así?, ¿y si fuéramos mejores gestores de lo que pensamos?, ¿y si ese dilema entre gestión pública o privada no fuera tal? Estas fueron las preguntas que, en su día, rondaron la cabeza de la primera mujer en ganar el Premio Nobel de Economía. Elinor Ostrom (1933-2012) decidió desafiar los dogmas de la economía y lo hizo buscando allí donde esta disciplina no llega fácilmente: en hogares, en pastos, en riegos y en bosques. Y resultó que no, no estamos condenados a esquilmar lo común para engordar el beneficio individual. Es más: existen otras maneras mucho más sostenibles de hacer las cosas que llevan siglos en funcionamiento.