Tal vez este año no hayamos bailado la canción del verano, pero sí ha habido una frase que se ha repetido por todas partes: “¡Qué verano más raro!”. Y es cierto que estos meses han sido muy distintos a lo habitual. La pandemia de la COVID-19, que lo inunda todo, tiene mucho que ver.
Una de sus consecuencias más cotidianas tiene que ver con la falta de contacto físico: nuestra manera de comprar un helado o pedir la carta en un restaurante ha cambiado, y tampoco asistimos a conciertos o espectáculos como antes. Incluso hemos visto playas con semáforo para regular el aforo con un objetivo claro: reducir el contacto entre personas para evitar contagios.
En realidad, la pandemia no ha hecho más que acelerar una transformación que ya tenía una fuerte influencia en nuestra manera de relacionarnos y que afectaba también distintos sectores económicos. La Low Touch Economy o economía de bajo contacto era ya una realidad que se materializaba en gestos tan cotidianos como la compra a distancia, el pago a través del teléfono móvil o incluso la oferta de formación en lína.
Entonces se trataba de eliminar barreras físicas y facilitar la experiencia de los consumidores. Ahora, además, hay que reducir a la mínima expresión el contacto de superficies comunes para evitar contagios. Para lograrlo, ha surgido una serie de productos y servicios que conforman esa Low Touch Economy, un concepto que parece haber llegado para quedarse.